CRUZ RUEDA de vida, sobre el cual el niño daba rienda suelta a la imaginación, comparándolo con aquel pía /ero del que escribió una linda «Elegía andaluza» cierto dilecto lírico de estos tiempos; libro el de esa historia que encantaba al nene con sus pintadas rosas, palomicas, pájaros y burrillos simpáticos. —{Le digo a usté, señorita...! —ha exclamado, sin concluir, el más anciano de los peones cuando han ido entrando en la cocina para dar el pésame. «Los que duermen allf...» Y hemos vuelto a la villa, a poco de la muerte, Ramón, el primo amable, nos evita así la ida a la estación remota en la compañía silenciosa de los gañanes; silencio alentador del recuerdo cruel. El tílburi rueda velozmente por la vega; la jaca, fina y briosa, trota sin cansancio; esquivando relejes y rodadas, hunde el duro callo en la arena, se afianza en los guijarros para subir los repechos. Se lanza al río, que cubre hasta los cubos de las ruedas, y la hábil mano del amigo la guía, y su siseo la calma o alienta alternativamente. En lontananza, en el ambiente claro de la tarde, aparece el lugar; sus torres se destacan finamente en el cielo de color violeta; los trozos blancos de algunas casas resaltan en el verde y oro viejo de los árboles. A la derecha, una larga tapia encalada señala el camposanto. «Allá...» «Los que duermen allí...», y las palabras de ánimo se han mezclado al verso ni buscado ni traído, de Campoamor. Pero nosotros sí tenemos frío; frío que no ha menester el abrigo de las mantas, nila llama de la lumbre, ni las nobles frases consoladoras; frío que es de evo¬ cación, de hieles del espíritu, aun de resignación de lo pasado; frío que perdura al trasladarnos a otro pueblo, al subir al tren en que las damas abandonan las pieles, por la caligie; porque, tras los vidrios empañados se atisban la noche cruda y las estrellas rutilantes, y como estos diamantinos clavos van constelando los espacios serenos, así las penas se amontonan en el corazón, 'Los que duermen allí...» «Allí» será de continuo el pasar y el cruzar hacia el lugar; el ir por otros caminos, aun evitando la senda de amargura; el avanzar en el ferrocarril por la árida llanada; el ver regar en las huertas de las quinterías; el pasear bajo los almendros, que en primavera, en flor, dan la impresión de una nevada quimérica; el regresar los carros, en la vendimia, con los seros henchidos de racimos y gozar, penando, con la alegría de los chiquetes subidos en aquéllos, el oír a las vendimiadoras festejar a los niños rubios, «jaretes», de ojos azules; el mirar los bandos de palomas, o el pavo real que luce su cauda espléndida, o los borriquillos, o los rebaños de ovejas en el monte, o las cigüeñas que crotoran en la torre de una casa de Villarta de San Juan... Porque «allí» es un sitio, mas también es un recuerdo, cual un perfume suave, algo inconsútil que nos rodea siempre, que no nos va a dejar nunca. íHijo mío, que te fuiste a otra región mejor! ¿Mejor, Dios santo?; ¡pero ésta también era buena! Era buena con él, tan tierno, tan inocente, tan. lleno de gracia. Ahora, ¡oh, Teresa de Jesús. .! «Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero, que muero porque no muero.» « Yo he descubierto bajo las modosas y timi das actitudes de mi amigo querido y admirado; tras su avaricia en dar palabras y la brevedad casi huraña de sus conversaciones, al artista de poderoso aliento, de inestimables prendas, de valiosas y profundas observación y cultura, de gran fuerza creadora y brillante pensar y decir.» Éuis 5. Jíaerfos He leido con sumo deleite su novela. Es V. un artista intimo, honestísimo y fuerte. Claro que puede haber algún balbuceo en su estilo; pero esto es prenda de tormento que ha de llevarle a la perfección. Creo en la eficacia santísima del dolor. Los artistas fáciles no tienen sabor ni olor ni raíz.'» 1916. Qahrief CJJfjró Publicista 11