T #LA OPINION FRANQUEO CONCERTADO SEMANARIO INDEPENDIENTE DEFENSOR DE LOS INTERESES GENERALES DE CABRA Y SU DISTRITO TRECIOS DE SUSCRIPCION 11 En CABRA, un mes 0'50 ptas. Fuera trif| mestre. 2 00 Semestre. 3-.r)0. Un año, 6 No se devuelven los originales SE PUBLICA LOS DOMINGOS Cabra 25 de Octubre 1931 1 Redacción. Administración e Imprenta, ¡1 í Juan Ulloa, 44, donde se dirigirá toda la co- ü jWjjjj (020 ! rrespondencia Todos los autores serán res- f f i ponsables de sus escritos CU El INI T O Lo/ aíio/ de la abuelita i Salía Pedro muy ufano del Hospital general. Dentro de breves días darían comienzo los ejercicios de oposición a alumnos internos, y él confiaba, por la labor preparatoria que había realizado, en que obtendría una de aquellas codiciadas plazas. Tanto le aplacía este pensamiento, que no notaba era seguido, en su rápida marcha, por una niña, de pobres vestiduras y en cuya carita el frío, el dolor y la miseria habían dejado impresos sus huellas. Por fin consiguió darle alcance y parándose delante de Pedro, entre sollozos, empezó a hablarle: —Dispénseme, mi buen señor, estaba frente al Hospital, esperando saliese alguno de ustedes, para rogarle que visite a mi padre; como somos pobres, nadie quiere ir a verle y está muy malo,...— y su voz la ahogó el llanto. Pedro se conmovió ante el pesar de la niña, y para consolarla al punto exclamó: —Sí, llévame a tu casa, y procuraré que un médico, ya que yo aún no lo soy, vea a tu padre, para que ie devuelva pronto la salud. —Gracias, mi buen señor,- dijo la niña con agradecimiento, enjugando sus lágrimas. Y emprendieron la marcha. Carmencita, la niña, más tranquila, se mostraba locuaz; Pedro caminaba callado y pensativo. Por asociación de ideas su imaginación le había transportado a ¿sus años infantiles. iQué feliz había sido para él aquel tiempol En su hogar la tranquilida'd y la dicha reinaban por completo, hasta que un día la cruel Segadora, con su insaciable guadaña, cortó la existencia a su padre, y tras el acerbo pesar, y como una continuación dolorosa del mismo, su madre, a los pocos años, abandonó para siempre esta vida, dejándolo solo y pobre. [Cuántas amarguras pasó desde entonces! Al fin dejó al pueblo que lo vió nacer y marchó a Madrid. Quería cumplir el deseo de sus padres, que fuera médico, para aliviar desinteresadamente los males del pofr'c, y a costa de inenarrables esfuerzos, por la carencia de recursos, y sostenido por su fe en Dios y su esperanza en el triunfo, comenzó sus estudios, que él consideraba como la mejor y más agradable ofrenda que podía tributar a los queridísimos seres que ya no existían. Pensaba en la dicha de la niña que a su lado iba, [tenía padres! Para él constituiría un gozo inefable volver a contemplar el rostro dulce y tranquilo de su padre y la placentera faz de la-madre amadísima, a su retorno al añorado pue blo nativo. —¿Está cansado?— le preguntó Carmencita, introduciéndose en una modesta casa —Descanse un poco, antes de que suba la escalera; vivimos en la buhardilla y (está tan alta!. —No importa, deseo ver cuanto antes a tu padre. Al entrar en la habitación, que constituía la vivienda del enfermo, Pedro contempló un cuadro de angustiosa pobreza. El único ajuar de la humilde estancia lo formaban varios asientos de anea y el lecho donde se hallaba postrado el padre de la niña. A la cabecera del mismo se encontraban su esposa y su madre. La abuelita de niveos cabellos y simpático y arrugado semblante, que «marcaba el paso devastador de los anos, inclinada siempre su cabeza hacia la tierra, que parecía atraerla, ya que pronto la cobijaría en suseno, empezó a relatar a Pedro las desventuras de aquel hogar modesto. Antes vivían en el piso segundo de la misma casa y con el salario del hijo estaban cubiertas todas las necesidades. Pero enfermó y desde aquel día los dolores y las fiebres no lo abandonaban. Y vinieron las privaciones, se agotaron los pequeños ahorros y hubo necesidad de desprenderse de muebles y ropas, teniendo que mudarse a la buhardilla, pero solamente el matrimonio, la niña y la anciana. Todos los enseres de la casa se habían vendido o estaban en el «Monte de Piedad». Habían aceptado gustosas el sacrificio, con tal de no separarse de él. En los primeros días de su dolencia el médico del distrito le asistió, pero las medicinas prescritas no surtieron efecto y ya había de jado de visitarle. Al sufrir nueva recaída, enviaron a la niña en busca de otro médico. Muy conmovido escuchó Pedro aquella serie de aflicciones; era to-' do un poema de dolor, silencioso, lento, que iba consumiendo también insensible y calladamente a sus modestos protagonistas. Era el holocausto de tres vidas, la de la madre, la esposa y la hija, que se ofrecían, con admirable heroísmo, para que recobrara la saJud la querida persona enferma. Depositó las monedas que llevaba en manos de la abuelita y le prometió volver acompañado del médico. El auxilio de la ciencia no faltaría ya al enfermo. En casa de su maestro repitió emocionado el triste relato de la anciana, y tanto calor supo dar a sus expresiones, que consiguió enternecer al sabio doctor, acostumbrado a presenciar diariamente idénticos dolores y parecidas miserias. Y juntos marcharon a visitar al enfermo. Pedro caminaba ahora satisfecho. II Para la amargura que afligía el ánimo de Pedro desde su orfandad, no encontraba mejor sedativo que el simpático conversar de la abuelita en las visitas al obrero enfermo, Pero mejorado éste y ocupado él en sus tareas escolares y en sus nuevos deberes de alumno interno del Hospital general, estuvo algún tiempo alejado de aquella familia, hasta que un día pudo volver a la casa. Al subir por la obscura escalera, el portero le había hecho una grata observación: la familia ya ocupaba el segundo piso y el padre había tornado al trabajo. [Qué recibimiento tan cariñoso le tributaronl Todos le daban afectuosas quejas por el tiempo que les había tenido olvidados. A ellos les sucedía lo contrario; muy dentro del corazón grabado tenían su nombre y por las noches lo recordaban en sus plegarias. —Sí, don Pedro,— le decía el obrero—; gracias a Dios, a su auxilio y a los cuidados del doctor, su maestro, me encuentro hoy bien. —Y ahora nos tiene usted a todos muy contentos— repuso la abuelita, con la suave sonrisa que siempre se veía en sus pálidos labios. — Mi marido— exclamó la esposa—desde que felizmente recuperó la salud, ha trabajado con ahinco, incansablemente, y merced a sus esfuerzos, hemos vuelto a nuestro antiguo pisito y cada vez nos van quedando menos papeletas del «Monte de Piedad». También tornan los objetos a nuestra casa y [qué diferencia de cuando salían!; ahora los recibimos con júbilo, antes los depedíamos con llanto. — Nada, hija mía, que Dios nos apretó un poco con la desgracia, para probar nuestra resignación, y ésta la premia con la actual prosperidad—, replicó la abuela, en tono solemne, en el que la fe y el amor divino se hermanaban. —Carmencita, ¿no me dices nada? -preguntó Pedro. — Que le estoy muy agradecida — respondió vehemente la niña— y que le quiero mucho. —Y tu cariño me complace bastante y a él correspondo sinceramente. Estas pruebas de afecto le conmovían y le eran muy gratas. —Vea usted, don Pedro, — manifestó a poco el obrero— lo que a mí me ocurre. A pesar del sinnúmero de beneficios recibidos, aún no estoy por completo satisfechoTodos los míos han rivalizado en sacrificios durante mi enfemedad, mas mi madre les ha superado. Ha gastado «sus años» y necesito «juntárselos»; hasta entonces no seré del todo dichoso. Y como preguntase Pedro, extrañado, la significación 1 de aquellas palabras, le refirieron la tradición que conservaba la abuela. La anciana era una verdadera institución. Ochenta años contaba de existencia, acrisolada por la práctica de las virtudes. Al hablar siempre daba principio con la rituaria y consabida frase de todos los viejos: «En mis tiempos...», con ¡a cual sintetizan el concepto del que ellos consideran esplendoroso pasado, mucho mejor, a su juicio, que el actual presente. Esta amante de las tradiciones, no había de perder, a pesar de la acción moderna que destruye típicos sitios, borra recuerdos y hace desaparecer populares costumbres, una muy corriente y usual, que consistía en contar los años por reales, depositándolos en el aniversario de su nacimiento, en una preciada alcancía, que ella guardaba con el mismo esmeroycariñoque se conserva una joya de positivo valor y belleza o una arqueta de marfilesculpido, de insuperable arte arábigo y de gran mérito. Era su único tesoro, la herencia que había de recoger su querida i