LA OPINIÓN LA DIARIA TAU M ATU RG IA TODOS añoramos y rememoramos sucesos, momentos y ocasiones que van ligados inexorablemente a nuestra existencia; felices unos, amargos otros, acaso trágico alguno. Todos tenemos en la memoria hechos de escasa importancia en el momento en que fueron protagonizados pero que, sin embargo, a larga distancia, adquieren marcado relieve. ¿Porque hemos de recordar preferentemente algunos hechos oscuros y hemos olvidado otros que acaso merecieran más brillantez en nuestra memoria? He aquí que nos enfrentamos, sin quererlo, con el grave y confuso problema del subsconsciente que tantas y tantas páginas filosóficas ha obligado a escribir. Recuerdo hoy mi primera visita al Santuario de la Virgen de la Sierra. Llegue a Cabra desde Valencia donde había transcurrido mi primera juventud. Valencia era para mí el llano fértilísimo cuajado de naranjos, de huertas siempre verdes, de acequias rumorosas, ceñido todo ello para una cenefa de playas que baña el mar siempre azul. Salvo algunos veranos que con mi familia nos alejábamos tierra adentro hasta Utiel y Requena, para mí, como para el resto de los levantinos, la montaña era inasequible. Sólo la percibíamos muy lejana, allá en el horizonte de poniente, como una línea de esfumada neblina. El llano es monótono La montaña es variada a cada paso Deseaba yo como joven impulsivo y deportista escalar montañas. Recuerdo que mi primera salida en Cabra tuvo como objetivo inmediato la ascensión a la Atalaya, a la que todas las tardes subía con ligereza para otear desde allí ese maravilloso campo egabrensc de tan variados matices de verdes. La sierra de Cabra era, en aquellas calendas, una verdadera sugestión Era la serranía andaluza con todas sus leyendas de bandidaje, de gentes bravas que se echaban al campo en comprometida lucha con las fuerzas púb'icas, con sus cortijos blancos, enmarcados de flores, donde las guapas y ardientes mocitas andaluzas esperaban al valiente caballista de garrocha y trabuco, y donde se asentaban ganaderías de fieros toros como aquellos que yo había visto lidiar en la plaza de Valencia por diestros tan famosos como Joselito y Belmonte, cuyos carteles polícromos guardaba yo celosamente en mis carpetas de dibujo. Ascendí por los vericuetos serranos en solitarios paseos, varias veces, sin alcanzar la cúspide. Fueron estas salidas como una descubierta de ese campo que tanto hechizo tenía para mí, y, al fin, llegó la hora ansiada: la excursión a lo alto del picacho con toda la impedimenta, la familia y amigos. Creo que mi ansiedad por conocer esta serranía me hizo alejarme de la comitiva que en avezadas caballerías cabalgaba hacia la ermita y, por atajos, que yo mismo iba descubriendo, llegue a lo más alto del cerro mucho antes que el resto de los excusionistas. Al penetrar en el patio y atravesar el zagúan que separa a éste de la Iglesia, me detuve a contemplar los entonces numerosos ex votos que colgaban de sus paredes. Creo que todos hemos sonreído un poco excépticos ante estas Cándidas y sencillas demostraciones de fe que penden alrededor de las hornacinas donde se da culto a una venerada imagen y que patentizan el poder taumatúrgico del santo. Mascarillas y miembros de cera, cabecitas de niño modeladas en la mis ma materia, así como ojos y senos -áe mujer; largas trenzas ajadas por el tiempo que acaso fueron lindo marco de bellos rostros; muletas, bastones, gafas de alambre con turbios cristales; aparatos de tullidos, fotografías en desvaidos cartones entre las que no faltaban la típica y campechana del soldado que regresó indemne de la guerra de Africa con su uniforme de rayadillo, su cigarro puro en la mano y el brazo apoyado sobre un florido maectón; tablitas pintadas con un candor y una ingenuidad plástica verdaderamente conmovedora reproduciendo la escena del hecho milagroso, como aquella en la que se podía contemplar a una espantada muía dando coces al aire sin menoscabo déla integridad física del campesino con sombrero ancho y faja encarnada que la conducía o cabalgaba; y así hasta la tierna dedicación de niños que padecieron milagrosos males, en cientos de objetos va-