LA OPINION be toda la Biblia, para qué me voy a estudiar yo la Biblia. Que hable Roma. Y vivimos un catolicismo muy fácil, pero con muy poca cultura. Vivimos un catolicismo muy cómodo, porque nos lo dan todo hecho desde Roma. Tan cómodo que hasta nos permitimos a veces, criticar a Romanero no estudiamos; ¡para qué!, que estudien los obispos, que estudie Roma. Si se equivocan los obispos, no nos preocupa, como Roma no se equivoca. Que hable Roma. Y no sabemos Biblia. Primera distinción fundamental. Ahora, piensen Vds. en la carrera que nos lleva por delante el mundo protestante que estudia Biblia desde 1521, y nosotros que no hemos abierto una página de la Biblia desde 1521. Vamos a ser sinceros. Hablo del protestantismo culto, del protestantismo consciente. Segundo problema. El protestantismo se centra sobre todo en una figura: Cristo. Cristo, único Redentor. Cristo, único Mediador entre el Padre y los hombres. Cristo, único Sacrificio. Cristo, única Reconciliación. Y entonces, comprendámoslo, entonces, el protestante que desde pequeño vive en esta angustia, porque indudablemente la tiene que respirar, de tener que buscar él la solución en la Biblia, y por otro lado, esta visión de un mundo centrado en Cristo, pero en un Cristo que sin querer ha provocado en él el conflicto celoso de que todo sea para Cristo porque tiene miedo el protestante y no sabe cómo combinarlo, y calcularlo y arreglarlo, de que si le dedica culto a Nuestra Señora, será herético porque se lo quita a Cristo, porque Cristo es el único Mediador, es el único Redentor, es la única Satisfacción, es el único Camino entre Dios y los hombres, la Virgen... no, no, no, ¡cuidado!. No nos enorgullezcamos nosotros, porque nosotros no sintamos esa dificultad, puesto que desde el regazo de nuestra madre, en la escuela, en la parroquia, en el mundo y en el aire que vivimos, no nos angustia la problemática de combinar y de conciliar, sin hacerle mengua a Cristo, el alabar, el darle culto, el conocer y reconocer como intercesora y como mediadora y como corredentora a Nuestra Señora; esto que en nosotros surge espontáneo, y que no nos provocara ningún conflicto, esto que si nos lo viniera a consultar un protestante nosotros diríamos ¿pero Vd. tiene problema c ;n eso?. —Yo no. Yo coloco a Cristo en su sitio, y coloco a la Virgen aquí, y la puedo alabar, y la puedo engrandecer, y la puedo levantar, y la puedo considerar como Mediadora... —Pero, ¿y no se siente VJ. turbado en su...? —¡No! Porque he sido educado ya así. Lo tengo ya en la sangre, lo he aprendido... a mi madre, a mi padre, a mi casa; el cuadro de la Virgen, la iglesia, procesión, la capilla, el colegio, la parroquia, el mundo español en que vivo... ¡No es mérito! Comprendamos el problema. Más todavía: el temperamento. El mundo anglosajón, este mundo de obispos centro europeos a los que yo he aludido;— .Bélgica, Holanda, Aus¬ tria, Alemania, parte de Francia—, es un temperamento, sobre todo el anglosajón, mucho más frío, mucho más jerarquizado, mncho menos explosivo, mucho menos espontáneo, mucho menos lírico en sus expresiones, mucho más ajustado a la exactitud de la fórmula en su expresión religiosa; nosotros inmediatamente soltamos el vuelo lírico, nosotros inmediatamente nos inflamamos en el entusiasmo, y esto provoca y crea en nosotros otro mundo, otro temperamento, otra expresividad religiosa. Estoy recordando, y así descansamos un momento, una anécdota deliciosa entre Sevilla y Bilbao. Ahora díganme Vdes. entre Sevilla, Córdoba, Cabra... Nimega, Ham burgo... la distancia es fabulosa... Los dos eran amigos míos, el bilbaíno y el trianero. Pero entre los dos había un abismo. Bilbao... y Triana. Si hay alguno de Bilbao lo comprenderá perfectamente. El de Bilbao, serio, ponderado, mucho más jerarquizado y estructurado en sus estratos ideológicos y religiosos, perfectamente subordinados unos a otros, de más lógica, más frío... Y la explosión, la expresividad, el entusiasmo, el fuego, el calor, la explosión atómica del trianero. Pues este trianero, que era de la Esranza de Triana, andaba detrás de su amigo bilbaíno para que un día viniera a Sevilla, a ver la Esperanza de Triana. Pero el bilbaíno oía todo esto un poco... ¡estos trianeros! —¿Qué dirán los del norte de Europa? — Por fin lo consiguió, y vino el bilbaino; y dice que estaban en el puente de Triana, cuando pasó, en su paso de palio, como un sueño, de madrugada, de vuelta, la Esperanza. Y tuvieron la suerte de que se les quedara el paso de la Virgen con su palio y sus velas cuajadas en lágrimas, delante, y entonces el trianero le dio un codazo al amigo bilbaino y le dijo: —¿Qué le parece a Vd.? — Muy bonita, muy bonita. —¿Muy bonita? ¿No le dije a Vd. que merecía la pena? —Sí, realmente merece la pena. (Pero claro, el bilbaino inmediatamente sintió un freno interior ¡cuidado! —Estoy analizando la situación—. ¡Cuidado! —Y le quiso dar una lección al trianero. Todo esto surgió automáticamente, inconsciente, rapidísimo, en estas reacciones que tenemos, no las formulamos, en su interior—. (No sea que este hombre me complique ahora mi mundo religioso...) Lo vio tan entusiasmado... lo vio volcado en un delirio de piropos ante una imagen nada más, imagen, representación de la Virgen; que el bilbaíno le dijo: —Es verdad, es muy bonita. Oiga, pero si esta es tan bonita, con ser imagen ¿cómo será la de arriba? Y el trianero le contestó: —¿La de arriba?... pues más fea que ésta. No, no, no, el bilbaino, no cayó en el absurdo ridículo de tratar de convencer al trianero; sa-