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El gran lir^no añadió: —Hoy mismo registraréis todas las posadas y hosterías de Madrid. —No quedará olvidada ninguna. — Es lo más probable que no enconíreis a esos hombres. —Así lo temo. —Pero tecéls un medio seguro. — Enícnces... / —Pondréis íspías que observ n a cuantas personas entran en la casa de doña Mencía de Castro. —lAhl— exclamó el alcalde. —¿Comprendéis? — le preguntó el monarca con tono de sencillez. —Señor, confieso que he sido I muy torpe. -No tal. —He debido pensar que doña Mencía se aposentó en la morada | de la huérfana, y que allí pasó una enfermedad. —Y allí conoció al capitán Salvatierra. —Y parece que la huérfana de. be estar en relaciones con la ilustre dama, y por consiguiente con los otros. —Cuando se trata de averiguar se consigue todo si se tiene un punto- de partido. —Y vuestra majestad me lo ha dado. —Os recuerdo lo que olvidábais, porque tenéis que ocuparos en muchas cosas a la v^z. —Señor, también es posible que Salvatierra ignore que dona Men-j cíi se encuentre en Madrid. —Si lo ignora hoy lo sabré, mañana. —Así debe creerse. —¿Sabéis dónde habKa esa da- 1 mó? ! —No me lo ]ia dicho vuestra m2jestad; pero lo averiguaré fácil-, mente. —Vive en la calle de San Justo. —Pues hoy mismo quedará vi' gilada a todas horas su vivienda. —Y mucho cuidado, porque esos hombres valen mucho. —Lo han probado. La inteligencia del capitán es escasa. —Pero está dotado de un valor a toda prueba. —Gustavo de Limoges tiene un gran talento, y quizás su criado sea ingenioso y atrevido. —Espero que vuestra majestad tenga en cuenta todas esas circunstancias. —No las olvidaré. —Cuando las dificultades son muchas... '-Don Pedro, yo nunca pido imposibles, pero sí quiero que se haga todo lo que humanamente puede hacerse. —Cuanto alcancen mis fuerzas y mi entendimiento. —Yo dejaría en paz a Salvatíe' rra; pero lo que ha hecho en el camino deSegovia, me obliga a castigarlo duramente, pues si quedase impune s? ?lentarían los demás. — La Juitcia ha de ser igual para todos. Muy poco más hall ¿ron el monarca y el alcalde. Este salió mientras decía para sí: — En mal negocio me ha metido mi desdicha. Me parece que nada se conseguirá con vigilar la vivienda de doña Mencía, puesto que Salvatierra no sabe que la dama se encuentra en Madrid: de todas maneras cumpliré con exactitud las órdanes del rey, y así no tendré ninguna responsabilidad. A su casa volvió don Pedro. Inmediatamente dispuso lo necesario para registrar las posadas y hosterías de Madrid. La operación era larga y enojosa. K 7 Ya sabemos que nada había de conseguir. El registro se llevó a cabo muy escrupulosamente. Nadie daba razón de los fugitivos. A las cuatro de la tnde volvió a su casa don Pedro. Estaba rendido, molido. —¡Ahí— exclamó. No había podido comer a la hora de costumbre. Tomó algún alimento. Luego llamó a los dos corchetts más astutos y les dije: —Alternando habéis de vigilar día y noche en la calle del Sacramentó para ver quién entra y quie n sale de la vivienda de una dama que se llama doña Mencía de Castro. —Eso es cuestión de paciencia. —Y de astucia también. —Convendrá que nadie nos vea. —Indudablemente. —Descuide vuestra señoría. —El objeto es buscar a los que anoche os maltrataron en el portal de esta casa. -{Obi... —Son tres hombres que va^n mucho, y por consiguiente necesitáis aguzar más el ingenio. —¿Y si no lo conseguimos? —Os castigaré como si fuésW torpes. — Me parece que... —B.ista— interrumpió el alcaiae» —¿Hemos de empezar ahora? — S n perder nn minuto. —Que Dios nos dé fortuna^ ^ Los dos corchetes conferencia' ron y se pusieron de acuerdo relevarse con la comodidad pos1' ble. Antes de que íranscuniese un cuarto de hora, uno de aquello» — Y las espadas, pues parece dos hombres se encontraba effí» calle de San Justo, que hoy sellama del Sacramento. . Iba de un lado pa^a otro o se oe' tenía tras de una de las esquinas de la calle de! Cordón. Su mirada se fijaba siempre la vivienda de doña Mencía. El sol se puso. vi No quedaba más luz que la