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T. rde V. — lasa EHiíomi Mi ügloiíiassQ — Callé dd Arco del Testo,- 21 y 23.- BARCELONA 16 duda, hacia mi lado. Me pareció que el cielo acababa de cbscurecerse, y qué no era ya una críafurá viviente, sino Uüa sombra escapada de aquellas tumbas, la cual se deslizaba ante mí por entre las altas hierbas- La desconocida salió del cercado; yo la seguí. D¿ cuando en cuando, el hombre se volvía quieres? ten'a aútr'las aníiguas costumbres vulgares en el espfrííU; el antiguo germen grosero en el corazón. =-¿Qué quiires decir, Enrique? —preguntó Ana.— No te entíen- El íoven se sonrió. —Quiero decir, hermano mío — repuso, que mi juventud ha sido ruidosa, que he creído amar con frecuencia y que todas las mujeres han sido para mí, hasta aquel momento, mujeres a quienes podía ofrecer mí amor. -riOhl ioh! ¿quién es, pues, esa? -^.diio Joyeuse intentando recobrar su alegría algo alterada, a pesar suyo por la coefianza de su hermano.— Ten cuidado, Enrique, d^vígas, ¿no es, pues, esa, una mujer de carne y hueso? =^Hermano mío— dijo el joven estrechando una mano de loycúse con febril esfuerzo y en voz tan baja que su soplo apenas llegaba al oído de su ÍGterlocutor,=tan cierto como Dios nos escucha, te juro que no sé si es una criatura de este mundo. — ¡Por el papa!— dijo Ana— me causarías miedo, sí alguna vez pudiese tener miedo un Joyeuse. . Luego, intentando recobrar su alegría, dijo: — Después de todo, cierto es que anda, que llora y que sabe bien dar besos; tú mismo me lo has dicho, y eso es, amigo míp, de bas¬ tante buen augurio. Pero no es eso todo; vamos, ¿qué más? ¿qué inás? continúa. —Después, queda poca cosa. La seguí, pues ella no intentó esconderse de mí, ni cambiar de ruta, ni tomar un camino falso. —Bueno, ¿y dónde vivé? —Del íado de la Bastilla, en la calle dé Leséiguieres; en la puerta, su compañero se volvió y me vio. —Tú lé harías entonces un signo para darle a entender que deseabas hablarle, ¿verdad? —No me atreví; es ridículo lo que voy a decirte, pero el servidor me imponía tanto como la dueña. —No importa; entrastes en la casa, ¿ver-áad? —No, hermano mío, — En verdad, Enrique, que siento ganas de renegar en tí de un Joyeuse; pero al menos volverías al día siguiente, ¿eh? — S^; pero inútilmente, ícú il mente a la Gypedenne, inútiimente a calle de Lesdiguíéres. — ¿Kabía desaparecido? — Como una sombra que se hubiese desvanecido. —Pero ¿te informaste? —La calle tiene pocos habitan¬ tes, y nadie pudo enterarme; acechaba al hombre para interrogarle, pero desapareció como la mujer; sin embargo, una luz que veía brillar por las noches al través de las celosías me consolaba y me indicaba que ella estaba siempre allí. Empleé cíen medios para penetrar en la casa: cartas, mensajes, flores, regalos, todo fué en vano, üna noche la luz desapareció también, y no apareció más; la dama, can: sada sin duda de mis persecuciones, había abandonado la calle de Lesdiguíeres; nadie sabía su nueva vivienda. . — ¿Has encontrado, sin embargo, a esa hermosa salvaje? —La casualidad lo ha permitido; soy injusto; hermano mío, es la Providencia, que no quiere que uno arrastre la vida. Escuchad: en verdad, es extraño. Hace quince días, pasaba yo, a las doce de la nocl^, por la calle de Bussy; ya sabéis, hermano mío, que las ordenanzas para el fuego son severamer te ejecutadas; pues bien, no solamente ví fuego en los cristales de una casa, sino que ví, además, un incendio verdadero que estallaba en el segundo piso. Llamé vigorosamente a la puerta, y un hombre apareció en la ventana «Tenéis fuego en vuestra casal, exclamé.— íSileneío, por píe' dadl, me dijo, estoy ocupado en extinguirlo.— ¿Queréis que pida auxilio?— íNo, no, en nombre del cielo, no llaméis a nadiel — Sin embargo, si puedéiTayudaros...— ¿Queréis?— entonces, venid y me heréis un servicio por el que os éstaré agradecido toda mi vida.— ¿Y cómo queréis que suba?— Aquí tenéis la llave de la puerta.» Y me tiró la llave por la ventana. Subí rápidamente las escaleras y entré en la habitación teatro del incen dio. Era el suelo lo que ardía; estaba en el laboratorio de un químico. Al hacer no sé qué experimento, un licor inflamable se había desparramado por el suelo: de aquí vino el incendio. Cuando entré, era dueño del fuego, lo cual hizo que pudiese mir-srle: era un hombre de veintiocho a treinta años al menos así me lo pa eció: una horrorosa cicatriz surcaba la mitad de su mejilla y otra le atravesaba el cráneo, su espesa barba ocultaba el resto de su c^ra. «Os doy las gracias, señor; pero, como veis, todo ha acabado ahora; si sois tan galante como parecéis serlo, tened ia bondad dé retiraros, pues mi dueña podría entrar de un momento a OTO, y se irritaría al ver a esta hora un extraño en mi casa, o mejor dicho, en la suya.» Si sonido de aquella voz me dejó paralizado y casi me asustó. Abrí la boca para decírle:. «íVos sois el hombre de la Gypecienne, el hombre de la calle de Lesdiguíeres, el hombre de la dama d-sconocida!» Pues ya recordaréis, hermano mío, que iba cubierto con un capuchón, que yo no había visto su rostro, y que únicamente sentí su voz. Iba a decirle eso, a interrogarle, a suplicarle, cuando de pronto se abrió una puerta y entró una mujer. «¿Qué sucede, Remy?. preguntó ella deteniéndose majestuosamente en el umbral de la puerta, . ¿que ruido es ese?,, jOhl hermano mío, era el!a, más hermosa aun ai resplandor del casi extínguido incendio que cuando se me apé' reció a los rayos de la luna; éra ella; ra aquella mujer cuyo re' cuerdo incesante me roía el corazóa. Al grito que dí, el servidor