LA OPINION ESCRIBE MANUEL. MORA Cuando comenzamos esta glosa, el cuarto mes, que hasta el 16 no había hecho honor a lo de "abril, aguas o agüitas mil", nos trajo los primeros chaparrones en la tarde del 17, pero de forma tan escasa que no eran ni para insulflar las bombillas que alimenta la Sevillana, ni mucho menos para aliviar la precaria situación de los pantanos del régimen anterior, que tantos distecitos provocaron y que tan útiles nos son ahora. Los labradores siguen preocupados porque conocen ese otro refrán que dice: "Abril y mayo, son las llaves del año". Pese a todo esto, abril es un mes que tiene alma de juventud, porque en él se prepara la primavera para estallar a lo Sandro Botticelli. Para los jóvenes que andan por la vida con un amor en ciernes, abril es como una bella muchacha, una de esas muchachas en las que cada año amanece la feminidad, que se transparenta en una nueva sonrisa, en un brillo inédito en los ojos, en un ligero temblor de flores. Por eso, algunos poetas románticos han llamado a la dama de sus sueños con el nombre de abril. Según Pemán, abril es la Sevilla de los meses. Uno de los más claros ejemplos de poesía que, de pronto, deja de ser bella palabra para convertirse en tiempo. Esto lo dijo D. José María en una época en que la Feria de Sevilla era una feria señorial en la que se injertaba en la ciudad hispalense durante cinco días un pedazo del agro andaluz. En opinión de Gregorio Corrochano, "la Feria, por la mañana, tenía una tradición de campo. Era el campo vestido de limpio, acaso estrenando vestido de día de fiesta; más bruzado el caballo, más nuevos los atalajes del coche, más pulcro el cochero, pero todo al estilo del campo andaluz". La Feria de Sevilla, tenía su etiqueta que se ha perdido. Nosotros hemos conocido aquellas ferias en las que los caballos que se paseaban por el real eran los de los labradores y ganaderos, con la cabezada recién engrasada y la zalea del albardón jerezano con la lona que lo cubría, más limpia, pero con la jaca, la montura y las bridas que se utilizaban para ir al campo. El jinete caía bien sobre la silla vaquera porque montaba todos los días, no como ahora que los que se pasean por la feria se le nota a la legua que en su vida las han visto más gordas. Aquellas ferias de Sevilla de caballos postineros y buenos jinetes, pasaron a la historia, al igual que tantas cosas tales como los juegos de prendas y el agua de azahar, de la que no faltaba en las casas una botella para aplacar los nervios de aquellas niñas paliduchas de los felices años veinte. Decía un escritor que la leve historia del agua de azahar es bonita para contarla en primavera. A finales del XIV, la tenemos como odorífero en la cocina del Rey Fernando de Nápoles, inventariada por Ñola. En el XVI, en el Crotalón, el extraño libro del no menos extraño don Cristóbal Villalón, la maga Saxe, cuyo cuerpo gentil traslucía el cendal, "como las rosas puestas en un vidrio" , sirve sobre sus mesas de ciprés y cedro, en fuentes de cristal para las manos: "agua rosada y azahar y de ángeles.." Al otro lado, Santa Teresa la recibe de sor María de San José, en Sevilla, entre pestiños portugueses y naranjas: "y el agua de azahar que vino muy buena" (Carta LIX). El agua de azahar es el primer licor español que exportamos por el mundo. María de Médicis lleva la receta a Francia e Italia, como se llevaron las de hojaldre o las empanadillas. Se exporta también la tradición medicinal del agua. Monardes había dicho que esforzaba el corazón y las virtudes todas "porque era caliente y seca en sumo grado". Herrera en su Agricultura, afirmaba que aliviaba el dolor del estómago y del hígado producidos por el frío. Pero el verdadero capítulo del agua de Azahar será la gastronomía. El primitivo mazapán dicen que estaba aderezado con agua de azahar, así como los buñuelos rellenos de crema aromatizada con ella. Carmen de Burgos dejó una receta de croquetas de arroz con leche y agua de azahar. Y en un libro de cocina publicado en 1915, por "un jerezano que nunca había sido cocinero", se nos habla de un suculento Manjar Blanco trascendido de azahar. La Sociedad actual podría dividirse en dos partes: los que hemos jugado a las prendas alguna vez y los que no han jugado nunca. Ni que decir tiene que los primeros peinamos canas. A llegar la primavera, los juegos de prendas sustituían a los de invierno, en que junto al brasero, se jugaba a las cartas y a la lotería, que alguna vez terminó como el rosario de la aurora, pero sin misa. Decíamos esto porque cierto padre de familia de los de antes, que estaba cantando las bolas que extraía del bombo, mientras sus hijas junto a sus novios sentados alrededor de la camilla apuntaban los números en los cartones, al levantar del suelo una bola que se le había caído debajo de la mesa estufa, debió ver algo que no le gustó, por lo que de forma untante airada exclamó: — ¡El setenta y siete y se acabó la puñetera lotería en mi casa...! En esta época aún se tomaba en las mansiones de clase media, chocolate con picatostes y todavía existían las medias lunas de la confitería de Aurorita. Los chicos y chicas se congregaban en una habitación bajo la mirada vigilante de la dueña de la casa. En aquellas reuniones se jugaba a las prendas y casi siempre salía disparado un pañuelo con un nudo, mientras el que lo lanzaba decía: —De la Habana ha venido un barco cargado de... (A lo que parece, los barcos que llegan ahora de La Habana sólo traen los aromáticos cigarros puros llamados "cohibas", para los ministros fumadores). Los juegos de prendas eran sim-