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R O R TRAOUCCIOM DED i Fsbriclo di&\ Dongo Autorizada por Ramón Sopeña, editor, Provcnza 93 a 97.-Barcclona ::::: :::::::::::::::::::::::::: silencio, creyendo híber respetado basfaníe la medííación de su amiga, se volvió hacia ella. —¿En qué piensa usted, Gabriela?— le preguntó. —Pienso en mi hjjo y en la marquesa— respondió la joven. Desde hacía un íatiío, en la planta baja de la casa había un movimiento desusado. M2iania había oído exclamaciones, remover sillas, y luego pasos en la escalera. Llamaron suavemente a la puerta de la habitación. La sonora MorJoí fué a ebrir. hip meyor de Bíaisois apareció en el umbral. Roja como una amapola y sofocada como si hubiera ascendido a. una montaña, dije: —La señora marquesa de Cculange eslá ohejo con su hije; viene a hacerles una visita. XvII Las dos madres Gabriela experimentó una impresión extraordinaria. Temblando se puso en pie. Quiso andar para dirigirse hacía la puerta; pero sus piernas flaquearon y volvió a caer sobre su silla, murmurando: -r-lLa marquesa de Coulange aquí, aquíl Melania se aproximó a su amiga. — ¿Qué hay que hacer?— le preguntó. —Ya ve usted cómo tiemblo de emoción. Necesito un momento para reponerme. Vaya usted sola, Melania, a recibir a la señora marquesa, y dentro de un instant? llámeme, a menos que la señora marquesa no prefiera subir aquí. La señora Morlof, muy emocionada también, se apresuró a bajar. Gabriela se apretaba el corazón con las manos apoyadas en el pecho, para contener los precipitados latidos. — [Ella es la que viene a mil Está bien hecho— murmuró, y encontrando súbitamente una gran energía, añadió—: Seamos fuertes. Pasaron algunos minutos. De pronto oyó pasos en la escalera. —Aquí están— dijo levantándose. Ya no temblaba. Tecía el aspecto grave, resuelto, y un no sé qué de or' gulloso brillaba en su mirada. La puerta se abrió y entró la marquesa, pálida, con las facciones fatigadas, los ojos apados, llevando a Eugenio de la mano. Gabriela se fxíremeció ante aquella imagen del do'or y de la resignación. Las dos madres se saludaron silenciosamente. La marquesa empujó a Eugenio hacia Gabriela y ésta bzsó al niño, sin atreverse a demostrar todo el alborezo que su corazón sentía en aqu?! momento. —Pensando que rio vendría usted al castillo— dijo la marquesa—, se lo he traído para que pueda besarlo —¿Acaso le hf" dicho usted, señora marquesa...? —Nada aún,,. Hasta que mi esposo vuelva. —Sí le pudiéramos alejar un momento... —Eso quería decirle yo a usted. Gabriela hizo un signo a Melania, que se había quedado discretamente junto a la puert?», par« que se llevara al niño. --Anda, Eugenio, ve con la señora, que te enseñará el jardín del señor Blaisois. El niño cogió la mano de Melani ! y salió. — jAhora besémonos'.— exclamó la marquesa. Y rodeó con sus brazos e) cuello de Gabriela. — lOh, señora, señora, señora!— balbució ésta, fuera de sí. Y, abrazadas, las dos se echaron a llorar. — iPobre madrel— exclamó Matilde—. Sé lo que usted ha sufrido, peíO sus tormentos van a tener término al recuperar al niño, mientras que los míos no tienen fin y son cada vez mayores. —Señora marquesa, ¿cuando todo lo sepa el señor marqués y me haya-/ usted devuelto a mi hijo, qué es lo que piensa hacer? —Esa es mi preocupación... Primero tomé la resolución de encerrarme en un convento, pero ahora me alienta la esperanza de que la muerte venara a librarme de este suplicio. — iNo, no, usted no morirá!— exclamó Gabriela. La marquesa meneó la cabeza tristemente. La mirada de Gabriela se había iluminado. Por primera vez desde hacia años, un tinte levemente rosado teñía sus raejiilas. f(,A -Veamos— añadió— , si yo le dijera: señen marquesa,- no le ^ga u51^ nada al señor marqués de Coulange, yo no acepto su sacrificio... Sé Mo lo qn usted ha sufrido; más que yo, ha sido usted una víctima de los malvados... ^ sí, somos hermanas en el sufrimiento... Pues bien; porque somos dos henn ñas, porque somos dos mártires, no quiero alegrías para raí que usted tuV' que pagar con lágrimas... Usted quiere a mi hijo, lo ha adoptado, ^ íie?e ,c°hc, propio... Lo sé todo... Hoy ese niño es tanto de usted como mío... ¡Esta cuc renuncio a mis derechos, no lo reclamaré! —¿Gabriela, Gabriela, qué dice usted?— exclamó la marquesa. —Lo que ha oído usted, señora marquesa; yo no quiero que usteü s ^ mole. Usted rae permitirá que lo vea de vez en cuando, ¿no es cierto?, V " ^ le prohibirá que me quiera... Para que no me olvide, usted le hablará de mh ñora marquesa... alguna vez... Y se echó a llorar. La marquesa tampoco pudo contener el ÍIant0' -¿^s —Más que eso, Gabriel; vivirá usted al lado de él, y tendrá dos ^ j0. para que velen por su dicha... Yo sé que usted es muy instruida, conoce glés, el alemán y la música. —Sí, sé algo de todo eso. „ r.^saJí —Pues bien, Gabriela, para todo el mundo será usted la señora M»'